jueves, 3 de septiembre de 2009

La carta robada Edgard Allan Poe

La carta robada
Edgard Allan Poe
En 18... me encontraba en París. Después de una sombría y tempestuosa tarde de otoño, gozaba de la doble voluptuosidad de la meditación y de una soberbia pipa de espuma de mar, en compañia de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de lectura, en el 33 de la calle Dunôt, en el tercer piso, arrabal de Saint-Germain. Durante más de una hora, habíamos guardado un profundo silencio, y sí se hubiera presentado un observador, nos hubiera creído profunda y exclusivamente ocupados en mirar las rizadas espirales de humo que se desarrollaban en la atmósfera de la habitación. Por mí parte, discutía conmigo mismo ciertos puntos que durante la primera parte de la velada habían sido el objeto de nuestra conversación, es decir, del crimen de la calle Morgue y del misterio referente al asesinato de Marie Rogêt. Pensaba yo en la extraña semejanza que existía entre ambos crímenes cuando la puerta de nuestra habitación se abrió dando paso a nuestro antiguo conocido el señor G..., prefecto de la policía de París.
Le saludamos cordialmente porque aquel hombre tenía su lado divertido, así cómo su lado malo, y no le habíamos vuelto a ver desde hacía varios años. Como estábamos casi a oscuras, Dupin se levantó para encender una lámpara; pero volvió a sentarse y no dijo nada al oír decir a G... que había venido para consultarnos, o más bien para pedir la opinión de mi amigo acerca de un asunto que le traía muy preocupado.
-Sí es un caso que pide reflexión -observó Dupin sin encender la luz-, lo examinaremos mejor en las tinieblas.
-He aquí una idea extravagante -dijo el prefecto-, que tenía la manía de llamar extravagancias a todas las cosas colocadas más allá de su comprensión, viviendo así en medio de una inmensa legión de extravagancias.
-¡Es verdad! -dijo Dupin presentando una pipa a su visitante y empujando hacia él una excelente butaca.
-Y ahora ¿quiere usted explicarnos la trama de ese asunto tan dificultoso? -preguntó-. ¿Supongo que no se tratará de un nuevo asesinato?
-¡Oh! No, nada de eso. El asunto es muy sencillo, y no dudo de que nosotros mismos podríamos salir del apuro; pero he pensado que a Dupin no le disgustaría saber los detalles de este asunto, precisamente porque es extraño en alto grado.
-Sencillo y extraño -dijo Dupin.
-Eso es; pero no obstante, esta expresión no es exacta, y si a usted le parece puede elegir una de ambas. El hecho es que el tal asunto nos trae revueltos y sin tino, pues a pesar de su sencillez nos tiene totalmente desorientados.
-Tal vez la misma sencillez del asunto los desoriente -dijo mi amigo.
-¡Qué contrasentido! -respondió el prefecto rompiendo a reír.
-Puede ser que el misterio sea demasiado claro -dijo Dupin.
-¡Dios mio! ¿quién ha oído hablar de esta manera?
-¡Demasiado evidente!
-¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡ja! -rió nuestro visitante que sin duda se divertía mucho-. ¡Oh! querido Dupin, me va usted a matar de risa.
-En fin -preguntó-, ¿de qué se trata?
-Yo se lo diré -respondió el prefecto lanzando una gran bocanada de humo y arrellanándose en la butaca-. Se lo diré en pocas palabras; pero antes de comenzar permítame que le advierta que es un asunto que pide el mayor secreto y que probablemente perdería yo el puesto que ocupo si se llegara a saber que lo había confiado a alguien.
-Comience -dije.
-O no comience -dijo Dupin.
-Está bien, comienzo. En un elevadísimo lugar, me han informado personalmente de que un documento de la mayor importancia había sido sustraído de las habitaciones regias. Se sabe quién es el individuo que lo ha robado, eso está fuera de duda, pues le han visto robarlo. También podemos que ese documento continúa en su posesión.
-¿Cómo sabe eso? -preguntó Dupin.
-Ha sido claramente deducido de la naturaleza del documento y de la no aparición de ciertos resultados que se producirían inmediatamente si el papel saliera de las manos del ladrón; en otros términos: si fuera empleado para conseguir el objeto que este último evidentemente debe proponerse.
-¿Quiere usted ser un poco más explícito? -dije.
-Bueno, diré que ese papel confiere a su poseedor cierto poder en un lugar en donde cualquier influencia es extraordinaria.
Como se ve, el prefecto gustaba de las habilidades y perífrasis diplomáticas.
-Continúo sin comprender nada -dijo Dupin.
-¿No? Bueno, este documento, revelado a una tercera persona, cuyo nombre callaré, pondría en gran compromiso a una persona de la más elevada posición; y he aquí lo que da al poseedor de ese documento un ascendiente sobre la ilustre persona cuyo honor y seguridad se hallan de esta manera en peligro.
-Pero ese ascendiente -interrumpí- depende de que el ladrón sepa que la persona robada le conozca ¿Quién se atrevería...?
-El ladrón -dijo G...- es D..., que se atreve a todo, lo que es indigno de un hombre, pero muy digno de él. El procedimiento seguido en el robo ha sido tan ingenioso como atrevido. El documento en cuestión, una carta, para ser franco, la ha recibido la persona robada mientras se hallaba en su gabinete real. Mientras la leía, fue repentinamente interrumpido por la entrada de otro personaje a quien particularmente deseaba ocultar aquella misiva. Después de haber tratado inútilmente de guardarla en un cajón, se vio obligado a dejarla abierta en la mesa. No obstante, puso la carta vuelta, con las señas en la parte superior y, de esta manera, el contenido estaba oculto y no llamó la atención. En este momento, llegó el ministro D... Sus ojos de lince, inmediatamente vieron el papel, reconocieron la letra de la dirección y al advertir la embarazosa situación en que se encontraba la persona a quien había sido dirigida, adivinó su secreto.
Después de haber tratado algunos asuntos, despachados más que aprisa, según su manera habitual, sacó de su bolsillo una carta parecida a la ya citada, la abrió, fingió leerla, y la colocó precisamente al lado de la otra. Durante un cuarto de hora, se puso nuevamente a hablar de los asuntos públicos. Al cabo de un rato pidió permiso para retirarse, y puso mano en la carta comprometedora a la cual no tenía derecho alguno. La persona robada la vio, pero, como es natural, no se atrevió a llamar la atención acerca de este hecho, por la presencia del tercer personaje de que les he hablado. El ministro se marchó dejando en la mesa su propia carta, una carta sin importancia.
-Así -dijo Dupin volviéndose a medias hacia mí-, he aquí precisamente el caso pedido para hacer que el ascendiente sea completo; el ladrón sabe que la persona robada conoce a quien le ha robado.
-Sí -respondió el prefecto-, desde hace algunos meses se ha aprovechado perfectamente del imperio conquistado por esta estratagema, con un fin político, y hasta un punto muy peligroso. La persona robada, cada día está más convencida de la necesidad de recuperar la carta. Mas, naturalmente, no puede hacerlo de una manera descarada. En fin, en último extremo, esa persona me ha encargado el asunto.
-No es posible, supongo -dijo Dupin que estaba rodeado de una aureola de humo-, escoger, ni aún imaginar un agente más sagaz.
-Usted me adula -respondió el prefecto-; pero es posible que tenga de mí tal opinión.
-Está claro -dije-, que, como usted ha observado, la carta continúa entre las manos del ministro, puesto que es el hecho de la posesión y no el del uso el que crea el imperio sobre el robado. Con el uso, este ascendiente desaparecería.
-Es verdad -dijo G...-, y guiado por esta convicción he seguido las investigaciones. Mi primer cuidado fue el de hacer una minuciosa inspección en el hotel del ministro; y mi principal dificultad fue el hacerlo sin que él lo supiera. Sobre todo, estaba en guardia contra el peligro que hubiera habido dándole un motivo para que sospechara de nuestras intenciones.
-Pero -dije- usted está completamente en su papel en esa especie de investigaciones. La policía parisiense ha hecho tales cosas más de una vez.
-¡Oh! sin duda; y por eso es por lo que tengo muchas esperanzas. Por otra parte, las costumbres del ministro me proporcionan grandes ventajas. Frecuentemente duerme fuera, y aunque sus criados son numerosos, como duermen a cierta distancia de las habitaciones de su amo, y son napolitanos antes que todo, se dejan embriagar de buena voluntad. Como usted sabe, poseo llaves con las que puedo abrir todas las alcobas y gabinetes de París. Durante tres meses, no he pasado una sola noche que no las haya empleado, por lo menos en gran parte, en inspeccionar personalmente el hotel de A... Mi honor está interesado en ello, y para que lo sepa usted todo, le diré que la recompensa es enorme. Así, pues, no he abandonado esas investigaciones hasta que me he convencido de que el ladrón es más sagaz que yo. Creo haber registrado todos los rincones en donde es posible ocultar un papel.
-¿Pero no es posible -insinué- que aunque la carta esté en poder del ministro la haya ocultado fuera de su casa?
-Eso no es posible -dijo Dupin-. La particular situación de los asuntos de la corte, y especialmente la naturaleza de la intriga de la que el señor D... se ha enterado, hacen que el documento se deba tener al alcance de la mano, para emplearlo inmediatamente. Este punto es tan importante como la posesión del documento.
-¿La posibilidad de enseñarlo? -dije.
-O sí usted lo prefiere, de destruirlo -agregó Dupin.
-Es verdad -observé-. Evidentemente, el papel se encuentra en el hotel. En cuanto al caso de que el ministro lo lleve sobre sí mismo, lo consideramos como un absurdo.
-Absolutamente -dijo el prefecto-. Dos veces le he hecho detener por falsos ladrones, y su persona ha sido escrupulosamente registrada bajo mis propios ojos.
-Debía usted haberse ahorrado ese trabajo. Según presumo, el señor D..., no es un loco, y ha debido prever alguna treta semejante.
-No es un loco declarado -dijo G...-, pero no obstante, es poeta, lo que creo no está muy lejos de la locura.
-Esto es verdad -dijo Dupin después de haber lanzado una gran bocanada de humo de su pipa de ámbar-, y lo digo a pesar de que yo mismo soy autor de cierta rapsodia.
-Veamos -dije-, cuéntenos los detalles precisos de sus investigaciones.
-El hecho es que hemos perdido el tiempo y que hemos buscado por todas partes. Tengo gran experiencia en esta clase de asuntos, y en el presente hemos registrado habitación por habitación; y cada uno de mis hombres ha consagrado a este descubrimiento las noches de una semana. Primeramente hemos examinado los muebles de cada cuarto. Hemos abierto todos los cajones y presumo que usted no ignora que, para un agente de policía bien adiestrado, un cajón secreto no existe en realidad. Todo hombre que, en una investigación de este género permite que uno de esos escondites escape a su penetración, es un bruto. ¡La tarea es tan fácil! En cada habitación hay una cierta cantidad de volúmenes y de superficie de la que podemos darnos cuenta. Para eso poseemos reglas exactas. La quinta parte de una línea no puede escapar. Después de las habitaciones, hemos inspeccionado los asientos. Los cojines han sido sondeados con largas y finas agujas que usted me ha visto emplear. También hemos levantado los tableros de las mesas.
-¿Y por qué?
-Algunas veces, los tableros de una mesa o de otro mueble análogo, se levantan por una persona que desea ocultar algo para lo cual se hace un agujero en la pata de la mesa; el objeto se deposita en la cavidad y se reemplaza la parte superior. El mismo procedimiento se sigue con los tableros de una cama.
-¿Pero no se podía adivinar la cavidad golpeando hasta que sonara a hueco? -pregunté.
-No, señor, pues al depositar el objeto se ha tenido el cuidado de rodearlo de una espesa capa de algodón, y no se advierte nada. Pero además, en nuestro caso, estábamos obligados a proceder sin hacer ruido.
-Pero ustedes no han podido deshacer, no han podido desmontar todas las piezas de un mobiliario en el que se haya podido ocultar un depósito de la manera que le he dicho. Una carta puede ser arrollada en espiral muy delgada, de modo que por su forma y su volumen se pareciese a una aguja de hacer punto, y de esta manera podía haberse introducido en el pie de una silla, por ejemplo. ¿Han desmontado ustedes todas las sillas?
-No, pero hemos hecho algo mejor que eso, hemos examinado los pies de las sillas y las junturas de todos los muebles, con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor huella de un cambio reciente, indudablemente lo hubiéramos descubierto en seguida. El más imperceptible grano de serrín producido por una barrena, por ejemplo, se nos hubiera presentado a los ojos como una manzana. La menor alteración en la cola, una simple abertura de las junturas nos hubiese bastado para revelarnos el escondite.
-Presumo que ha examinado usted los espejos, y que ha inspeccionado las camas, las colchas de los lechos, los cortinones y las alfombras.
-Naturalmente, y cuando hemos pasado revista a todos esos objetos, hemos examinado la misma casa. Hemos reconocido la totalidad de la superficie dividiéndola en partes que hemos numerado para estar seguros de no haber omitido ninguna, y cada pulgada cuadrada, se ha sometido a un nuevo examen microscópico, llegando hasta examinar las dos casas adyacentes.
-¡Las dos casas vecinas! -exclamé-. ¡Vaya un trabajo que se han tomado!
-¡Tiene usted razón! Pero repito que la recompensa ofrecida es enorme.
-¿Es que han examinado ustedes el suelo?
-El suelo está embaldosado y, relativamente, no nos ha dado gran trabajo. Al examinar la argamasa que une las baldosas hemos podido convencernos de que estaba intacta.
-Sin duda, ustedes habrán inspeccionado los papeles del señor D... y los libros de su biblioteca.
-Naturalmente, hemos abierto todos los paquetes y todos los libros, y no nos hemos conformado con sacudirlos simplemente como hacen algunos policías, sino que los hemos repasado hoja por hoja. También hemos medido el espesor de cada pasta, con la más exacta minuciosidad y hemos aplicado a cada una la penetrante curiosidad del microscopio. Si recientemente hubieran introducido algún papel en esas pastas, el hecho no hubiera escapado a nuestra observación. Cinco o seis volúmenes que acababan de salir de manos del encuadernador han sido concienzudamente sondeados longitudinalmente con las agujas.
-¿Han explorado ustedes los suelos, bajo las alfombras? -Sí. hemos levantado las alfombras y hemos examinado el suelo con el microscopio.
-¿Y los papeles de la pared?
-También.
-¿Han visitado los sótanos?
-Los hemos visitado.
-Entonces -dije- se han equivocado de camino, y la carta no está en el hotel, como ustedes suponían.
-Temo que tenga usted razón -dijo el prefecto-. Y ahora, Dupin, ¿qué me aconseja usted que haga?
-Una completa investigación.
-¡Eso es absolutamente inútil -respondió G... La carta no está en el hotel.
-No puedo darle otro consejo mejor -dijo Dupin. ¿Sin duda no sabe usted la forma, letra y demás detalles necesarios para reconocer esa carta?
-¡Oh! ¡Si!
Al pronunciar estas palabras, el prefecto sacó una agenda y se puso a leer en voz alta la minuciosa descripción del documento perdido, de su aspecto interior y especialmente de su aspecto externo. Poco después de haber terminado la lectura de esta descripción, este hombre se despidió de nosotros desanimado como nunca le había visto.
Cosa de un mes después, el prefecto nos hizo una segunda visita, encontrándonos ocupados de la misma manera. Cogió una pipa y un asiento y nos habló de diferentes asuntos. Después de un rato, le dije:
-¡Y bien! querido prefecto, ¿dónde está la carta robada? Presumo que por fin se ha resignado a comprender lo dificilísimo que es vencer al ministro.
-¡Que el diablo se lo lleve! A pesar de todo volví a comenzar las pesquisas, como me aconsejó Dupin; pero, como presumía, ha sido trabajo perdido.
-¿A cuánto se eleva la recompensa ofrecida? ¿Usted me había dicho...?
-Es... muy elevada... una recompensa verdaderamente magnífica, mas no quiero decirle a cuánto asciende; pero me comprometería a pagar cincuenta mil francos a quien pudiera encontrarme esa carta. El hecho es que el asunto es cada vez más urgente, y que la recompensa hace poco tiempo ha sido doblada; pero aunque dieran tres veces más que al principio no podría tener más celo que el desplegado en la actualidad.
-Sí... ya lo creo -dijo Dupin arrastrando sus palabras en medio de las bocanadas de humo-, verdaderamente lo creo. Me parece, sin embargo, que no ha hecho usted todo lo posible... que no ha tocado el fondo de la cuestión. Usted podría hacer... un poco más, por lo menos así se me figura, ¿eh?
-¿Cómo? ¿En qué sentido?
-¡Ah!... -una bocanada de humo- usted podría -bocanada tras bocanada- tomar consejo para este asunto ¿eh? -tres bocanadas de humo-. ¿Recuerda usted la historia que cuentan a cerca de Abernethy!
-¡No, que el diablo se lleve a Abernethy!
-¡Que se lo lleve y buen viaje! Cierta vez, un rico muy avaro concibió el deseo de obtener gratuitamente de Abernethy una consulta médica. Con este objeto, entabló con él, en medio de varias personas. una conversación corriente a través de la cual insinuó al médico su propio caso, como si fuera el de un enfermo hipotético.
-Supongamos dijo el avaro- que los síntomas son tales y cuales, ¿qué le aconsejaría usted?
-Pues... Le aconsejaría que... fuera a mi consulta.
-Pero -dijo el prefecto un poco desconcertado- estoy dispuesto a oírle y a pagar por eso. Si alguien me saca de este apuro, sin duda alguna recibiría cincuenta mil francos.
-En ese caso -respondió Dupin abriendo un cajón y sacando un libro de cheques-, puede usted hacerme un bono por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.
Me quedé estupefacto, y en cuanto al prefecto parecía aterrado. Durante algunos minutos se quedó mudo e inmóvil, mirando a mi amigo con la boca entreabierta, con aire incrédulo y con los ojos fuera de las órbitas.
En fin, después de un momento, volvió a adquirir parte de su sangre fría, cogió una pluma y después de algunas vacilaciones, con la mirada atónita y casi sin expresión, firmó el cheque de cincuenta mil francos y se lo alargó a Dupin por encima de la mesa. Este último lo examinó cuidadosamente y lo guardó en su cartera y después abrió un pupitre, sacó una carta y se la dió al prefecto. El funcionario la cogió con alegría, la abrió con mano temblorosa, lanzó una mirada sobre su contenido y, sin más ceremonias, se precipító hacia la puerta y desapareció sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le rogó que firmara el cheque.
Cuando el prefecto hubo desaparecido, mi amigo me dio algunas explicaciones.
-La policía parisiense -dijo- es excesivamente hábil en su oficio. Sus agentes son perseverantes, ingeniosos, sagaces y poseen a fondo los conocimientos que requieren sus especiales funciones. Así, cuando G... nos detalló de qué modo habían inspeccionado el hotel de D..., tenía una entera confianza en sus talentos y estaba seguro de que habían hecho una investigación concienzuda, en el círculo de su especialidad.
-¿En el circulo de su especialidad? -dije.
-Si -contestó Dupin-; las medidas adoptadas no sólo eran las mejores en su especie, sino que fueron ejecutadas con absoluta perfección. Sí la carta hubiera estado en el radio de sus investigaciones la habrían encontrado.
Rompí a reír; pero Dupin parecía decir eso en serio.
-Así, pues, las medidas adoptadas eran buenas -contínuó- y fueron admirablemente ejecutadas, pero tenían el defecto de ser inaplicables en el presente caso y a tal hombre. Para el prefecto existe un orden de medios singularmente ingeniosos que aplica en todos los casos y a los que adapta todos sus planes. Desgraciadamente, siempre yerra por demasiada profundidad o por demasiada ligereza en los casos en que no caen bajo el dominio de sus sentidos, y más de un escolar razonaría mejor que él.
»He conocido a un niño de ocho años cuya infalibilidad al juego de pares y nones producía general admiración. Este juego es sencillo y se suele jugar con bolitas de cristal o de piedra. Uno de los jugadores tiene en su mano cierto número de bolitas, y pregunta al otro ¿pares o nones? Sí este último adivina, gana una bolita, pero si se equivoca la pierde. El niño de que hablo ganaba todas las bolas de la escuela. Naturalmente, poseía un medio de adivinación fundado en la simple observación, en el conocimiento de la agudeza de su adversario. Supongamos que su adversario sea un tonto completo, y levantando su cerrada mano, le pregunta ¿pares o nones? Nuestro escolar responde: nones, y ha perdido. En la segunda prueba, gana, porque se dice a sí mismo: el tonto había puesto pares la primera vez y toda su sagacidad no irá más lejos de poner impares en la segunda, pues con decir nones ganará.
»Ahora, con un adversario menos estúpido, hubiera razonado de esta manera: este chico ve que, en el primer caso, he dicho impares y, en el segundo, se preguntará, es la primera idea que se le ocurrirá, sí sólo debe hacer una pequeña variación como lo ha hecho el primer escolar; pero una segunda reflexión le hará ver que el cambio es demasiado sencillo, y finalmente, se decidirá a poner pares como la primera vez. Diré pares, lo dice y gana. Ahora, ese modo de razonar de nuestro escolar a lo cual sus compañeros llamaban suerte, en último término, ¿qué es?
-Es -dije- una identificación de las ideas del razonador con las de su adversario.
-Eso es -dijo Dupin-; y cuando pregunté a ese jovencito por qué medios alcanzaba esa perfecta identificación¿ que le hacia ganar siempre, me respondió de esta insólita manera: «Cuando quiero saber hasta qué punto una persona cualquiera es sagaz o estúpida, hasta qué punto es buena o mala, y cuáles son sus pensamientos, doy a mi rostro la misma expresión que el de la persona que observo, esperando los pensamientos que puedan nacer en su espíritu o en mi corazón para armonizarse con la expresión de mi fisonomía.»
-Esta respuesta deja reducida a la más mínima expresión la profundidad sofística atribuida a La Rochefoucauld, a La Bruyére, a Maquiavelo y a Campanella.
-Y la identificación de ideas del razonador con su adversario depende, lo comprendo perfectamente, de la exactitud con que es apreciado el intelecto de su adversario.
-Para el valor práctico, el efecto es la condición -con tinuó Dupin-, y sí el prefecto y sus subordinados se equivocan tan frecuentemente, se debe a esa falta de identificación, y en segundo lugar, a una apreciación inexacta, o más bien a una falta de apreciación de la inteligencia de su adversario. Esas personas sólo ven sus ideas ingeniosas; y, cuando buscan alguna cosa oculta, sólo piensan en los medios de que ellos se hubieran valido para hacerlo. Los policías tienen una razón en creer que su propio ingenio es una fiel representación del de la multitud; pero cuando se encuentran con un malhechor particular cuya agudeza difiere en especie de la suya, como es natural, este malhechor los envuelve.
»Esto ocurre siempre cuando su astucia es mayor que la de sus adversarios, y sucede también frecuentemente aun cuando sea inferior. Estos personajes no varían sus métodos de investigación, y tanto más, cuando están incitados por algún caso extraordinario o por alguna recompensa poco común, exageran y extreman sus viejas rutinas; pero sin cambiar los principios.
»En el caso de D..., por ejemplo ¿qué han hecho para cambiar su sistema? ¿Qué significan todas esas perforaciones, esas pesquisas, esos sondeos, el examen al microscopio y la división de la superficie en pulgadas cuadradas y numeradas, qué es todo eso sino la exageración en la práctica de uno de esos principios o de varios principios de investigación basados en un orden de ideas relativos al ingenio humano, y a los que se ha acostumbrado el prefecto en la larga rutina de sus funciones?
»No ve usted que el prefecto considera como cosa demostrada que todos los hombres que desean ocultar una carta se sirven, si no precisamente de un agujero hecho a barrena en la pata de una silla, por lo menos de algún agujero, de algún rincón extraño del que han sacado la invención, el mismo registro de ideas que el agujero hecho con la barrena?
»También se dará usted cuenta fácilmente de que esos escondites tan originales sólo se emplean en los casos corrientes y que no son adoptados sino por las inteligencias ordinarias, porque en todos los casos en que hay objetos ocultos, esta alambicada manera de ocultar los objetos ocultos, es, en principio presumible y presumida; así, el descubrimiento no depende de las peripecias, sino simplemente del cuidado, de la paciencia y de la resolución de los investigadores. Ahora bien, cuando el caso es importante, o lo que es lo mismo a los ojos de la policía, cuando la recompensa es considerable, se ve fracasar todas esas buenas cualidades. Ahora comprenderá lo que quería decir al afirmar que si la carta robada había sido ocultada en el radio de las pesquisas de nuestro prefecto, en otros términos, si el principio inspirador del escondite había sido comprendido en los principios del prefecto, infaliblemente éste lo hubiera descubierto. Este funcionamiento completamente burlado; y la causa primera y original de su fracaso, reposa en la suposición de que el ministro era un loco, porque se ha hecho reputación de poeta. Todos los locos son poetas, se dijo el prefecto, que sólo es culpable de una falsa distribución del término medio del silogismo, deduciendo de ello que todos los poetas son locos.
-¿Es realmente poeta el ministro? Sé que son dos hermanos, y ambos han conquistado una reputación como escritores. Según creo, el ministro ha escrito un libro muy notable acerca del cálculo diferencial e integral. Así pues, es matemático y no poeta.
-Se equivoca, le conozco muy bien y sé que es poeta y matemático. Como poeta y matemático ha debido razonar justo, como simple matemático hubiera razonado mal y hubiera caído en las redes del prefecto.
-Esa opinión -dije- me deja asombrado, y es desmentida por el mundo entero. Supongo que no tendrá la intención de reducir a la nada la idea madurada por varíos siglos. Desde hace mucho tiempo, la razón matemática es considerada como la razón por excelencia.
-Se puede apostar -dijo Dupin citando a Chamfort-, que toda idea pública, que toda convención admitida, es una tontería, porque ha sido adoptada por el mayor número.
Los matemáticos, se lo concedo, han hecho todo lo posible para propagar el error popular de que usted ha hablado y que, aunque haya sido difundido como verdad, no deja de ser un perfecto error. Por ejemplo, con un arte digno de mejor causa, nos han acostumbrado a aplicar la palabra análisis a las operaciones algebraicas. Los franceses son los primeros culpables de esta trampa científica; pero, si se reconoce que los términos del lenguaje tienen una importancia real, si las palabras fundan su valor en la aplicación ¡oh! entonces concedo que análisis signifique álgebra, como generalmente en latín ambitus significa ambición; religio, significa religión; homines honesii, gente honrada.
-Veo -dije- que va usted a disputar con gran número de matemáticos de París.
-Me doy cuenta del valor y de los resultados de una razón cultivada por una procedimiento especial que no sea la lógica abstracta, y compruebo particularmente el razonamiento sacado del estudio de las matemáticas. Las matemáticas son la ciencia de las formas y de las cantidades y el razonamiento matemático no es otra cosa que la simple lógica aplicada a la forma y a la cantidad. El gran error consiste en suponer que las verdades que llaman puramente algebraicas son verdades abstractas o generales. Este error es tan grande que me asombra la unanimidad con que se acoge. Los axiomas matemáticos no son axiomas de una verdad general. Lo que es verdad en lo que se refiere a la forma o a la cantidad, frecuentemente es un craso error cuando se refiere, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia es absolutamente falso que la suma de las fracciones sea igual al todo. De la misma manera, en química, el axioma no es justo. En la apreciación de una fuerza motriz tampoco es cierto, porque dos motores, cada uno de una potencia dada no tienen, cuando están asociados, una potencia igual a la suma de las potencias tomadas separadamente. Hay una multitud de verdades matemáticas que sólo son verdades en los limites de relación. Mas los matemáticos argumentan incorregiblemente según esas verdades finitas, como sí fueran de una aplicación general y absoluta, valor que por otra parte le atribuye el mundo. Bryant, en su muy notable Mitología, cita una fuente análoga de errores, cuando dice que, aunque nadie crea en las fábulas del paganismo, no obstante, nosotros mismos lo olvidamos de tal manera, que algunas veces sacamos deducciones de ello, como si fueran realidades vivas. Por otra parte, entre nuestros matemáticos, que son paganos, hay ciertas fábulas paganas a las que dan fe, y de las que han sacado consecuencias, no por una falta, sino por una incomprensible turbación del cerebro. Ahora bien, nunca he encontrado un matemático puro en quien se haya podido tener confianza fuera de sus raíces y de sus ecuaciones; no he conocido uno solo que ocultamente no tenga como artículo de fe que x2 + px no sea igual a q. Como experiencia, digale a uno de esos señores, si eso le entretiene, que usted cree en la posibilidad de casos en que x2 + px no sea absolutamente igual a q, y cuando usted le haya hecho comprender lo que desea, póngase fuera de su alcance, y lo más pronto posible, porque, sin duda alguna, tratará de romperle algo.
-Esto quiere decir -contínuó Dupin mientras yo trataba de contenerme para no romper a reír de las últimas observaciones de mi amigo-, que si el ministro no hubiera sido más que un matemático, el prefecto no hubiera tenido necesidad de firmar este cheque. Le conozco como matemático y como poeta y había tomado mis medidas en razón de su capacidad, y teniendo en cuenta las circunstancias en que se hallaba colocado. También sabía que era un diplomático y un decidido intrigante. Reflexionando llegué a deducir que un hombre de tales condiciones debía estar al corriente de los procedimientos policíacos. Evidentemente, debía haber previsto y los acontecimientos lo prueban, los lazos que le habían sido preparados y las pesquisas secretas en su hotel. Estas frecuentes ausencias nocturnas, que nuestro buen prefecto había saludado como un auxilio positivo de su futuro éxito, yo las consideré como añagazas, para facilitar las investigaciones de la policía y para persuadirla más fácilmente de que la carta no estaba en el hotel. También comprendí que toda la serie de ideas referentes a los principios invariables de la acción policiaca en las pesquisas, ideas que le he explicado hace un momento, no sin trabajo, también comprendí, vuelvo a repetir, que toda esa serie de ideas habían debido aparecerse necesariamente en el espíritu del ministro.
Por eso éste necesariamente desdeñaría todos los escondrijos vulgares. Este hombre no podía dudar de que el más complicado escondrijo, el más profundo escondite de su hotel, estaría tan poco secreto como una antecámara o como un armario para los ojos, las sondas, las barrenas y los microscopios del prefecto. En fin, vi claramente que debía haber buscado un procedimiento sencillo. Sin duda alguna, ya recordará usted con qué carcajadas acogió el prefecto la idea que le expuse en nuestra primera entrevista; es decir, la de que sí el misterio le embrollaba tanto, debía ser por su extremada sencillez.
-Si -dije- recuerdo perfectamente su hilaridad. En cierto momento creí que iba a darle un ataque de nervios.
-El mundo material -continuó Dupin- está lleno de analogías exactas con el inmaterial, y esto es lo que da un color de verdad a ese dogma de la retórica, que dice que una metáfora o una comparación pueden fortificar un argumento, lo mismo que embellecer una descripción.
El principio de la fuerza de inercia, por ejemplo, parece idéntico en las dos naturalezas, física y metafísica; un cuerpo grande se pone en movimiento con más dificultad que uno pequeño, y la cantidad de movimiento está en razón directa de esta dificultad; he aquí algo que es tan positivo como esta proposición análoga: los intelectos de gran capacidad, que al mismo tiempo son más impetuosos, más constantes y más accidentados en sus movimientos que los de un grado inferior, son aquellos que se mueven con más dificultad, y los que más vacilan cuando se ponen en marcha. Otro ejemplo:. ¿Ha observado usted las muestras de tienda que más llaman la atención?
-Jamás he pensado en eso -respondí.
-Existe un juego de adivinación -continuó Dupin- para el que nos valemos de un mapa. Uno de los jugadores ruega a una de las personas presentes, que adivine una palabra dada, un nombre de población, de río, de estado o de imperio, en fin, cualquier palabra comprendida en el abigarrado y dificultoso mapa. Generalmente, la persona novata en esta clase de juego, trata de despistar a su adversario dándole para adivinar nombres escritos en letras imperceptibles; pero los que sobresalen en este juego escogen palabras impresas en grandes letras que se extienden de un extremo a otro del mapa. Estas palabras, como los rótulos y carteles de enormes letras, escapan al observador por su excesiva evidencia; y aquí el olvido material es pre cisamente análogo a la inatención moral de un espíritu que deja escapar las consideraciones demasiado palpables, evidentes hasta la vulgaridad y hasta la importunidad. Mas, según parece, éste es un caso que se encuentra por encima o por debajo de la inteligencia del prefecto. Este último nunca ha creído posible que el ministro hubiera colocado la carta delante de sus narices, para mejor ocultarla.
»Cuanto más reflexionaba, tanto más audaz y brillante me parecía el ingenio de D..., pues, de esta manera tenía el documento al alcance de su mano para hacer inmediata mente USO de él, y para mostrar de una manera decisiva al prefecto que el documento no estaba oculto en los límites de una pesquisa ordinaria y en regla, pues yo estaba convencido de que este personaje había recurrido al procedimiento más ingenioso y más sencillo, es decir, a la no ocultación de la carta.
»Convencído de esto, y poniendo ante mis ojos unas gafas verdes, cierta mañana me presenté en casa del ministro, como por casualidad. Como había supuesto, encontré al señor D..., bostezando, perezoso y pretendiendo estar abrumado por un supremo aburrimiento. El señor D... es uno de los hombres más enérgicos de hoy día, pero únicamente cuando está seguro de no ser visto por nadie.
»Para estar a su altura, me quejé de la debilidad de mis ojos y de la necesidad de llevar gafas; pero a través de estas gafas inspeccionaba cuidadosa y minuciosamente toda la habitación, haciendo como sí prestara gran atención a las palabras del ministro.
»En lo que más me fijé fue en una gran mesa de despacho al lado de la cual estaba sentado y sobre la que había mezcladas, en extraña confusión, varias cartas y algunos otros papeles, también uno o dos instrumentos de música y varios libros. Después de un largo examen hecho con todo el tiempo necesario, no vi nada que pudiera excitar particularmente mis sospechas.
»A la larga, mis ojos, mirando alrededor de la habitación, cayeron sobre un miserable tarjetero adornado de oropel y colgado con una cinta azul grasienta de un clavito colocado encima de la chimenea. Este tarjetero, que tenía tres o cuatro divisiones, encerraba cinco o seis tarjetas y una sola carta. Esta última estaba muy sucia y arrugada y casi partida en dos, por en medio, como sí primeramente se hubiera tenido la intención de desgarrarla completamente, como se hace con un objeto sin valor, y luego se hubiese cambiado de idea. Esta carta ostentaba un ancho sello negro con las iniciales de D... puestas muy en evidencia y estaba dirigida al mismo ministro. Las señas parecían escritas por mano de mujer, con letra muy pequeña. Según parecía, la carta había sido depositada desdeñosamente en una de las divisiones del tarjetero.
»Apenas lancé una mirada sobre esa carta, cuando inmediatamente deduje que era la que buscaba. Evidentemente era ella, por su aspecto, absolutamente diferente del que me había indicado el prefecto. En éste, el sello era ancho y negro, en la otra, pequeño y encarnado, con las armas ducales de la familia S... Aquí las señas eran de una escritura menuda y femenina; en la otra, la dirección llevaba el nombre de un personaje real, y era una escritura decidida y caracterizada; las dos cartas no se parecían más que en un punto: en las dimensiones. Pero el carácter excesivo de estas diferencias, fundamentales en suma, la suciedad, el deplorable estado del papel arrugado y desgarrado, en contradicción con las verdaderas costumbres de D..., tan metódicas y que denunciaban la intención de un documento sin valor; todo eso, agregado a la situación del documento puesto ante los ojos de todos los visitantes, y concordando exactamente con mis deducciones anteriores, todo eso, digo, parecía corroborar mis sospechas.
Prolongué mí visita todo el tiempo que me fue posible y, mientras sostenía una discusión muy viva con el ministro acerca de un punto muy interesante para este personaje, me fijaba en la citada carta. Mientras hacía este examen, reflexioné acerca de su aspecto externo y de la manera cómo había sido colocada en el tarjetero, llegando a hacer un descubrimiento que destruyó la pequeña duda que podía quedarme. Analizando los bordes del papel, observé que estaban más estropeados que en una carta ordinaria; es decir, que se echaba de ver que había sido trabajada. La epístola presentaba el aspecto de un papel muy grueso que hubiese sido plegado y arrugado por una plegadora y que había sido doblado en el sentído inverso; pero siguiendo los mismos pliegues de su forma primitiva. Este descubrimiento me bastó. Desde entonces no tuve duda alguna de que la carta había sido vuelta como un guante, plegada de nuevo y sellada una segunda vez. Sin más observaciones, pedí permiso para retirarme, teniendo cuidado de dejarme olvidada sobre la mesa del despacho una tabaquera de oro.
A la mañana siguiente, fui a buscar mi tabaquera y volvimos a emprender, con gran animación, la conversación de la víspera. Mientras discutíamos se oyó bajo las mismas ventanas del hotel una fuerte detonación, como de un tiro, seguida por los gritos y las vociferaciones de una multitud aterrada. El señor D... se precipitó hacía el balcón, lo abrió y miró a la calle. Al mismo tiempo me fui derecho al tarjetero, cogí la carta, la metí en mi bolsillo y la reemplacé por otra, una especie de facsímil (en cuanto al exterior), que había preparado minuciosamente en mi casa, imitando las iniciales del señor D... con ayuda de un sello de miga de pan.
El tumulto en la calles había sido producido por el insensato capricho de un hombre armado con una escopeta y que había descargado su arma en medio de una multitud de mujeres y niños. Ahora bien, como el arma no estaba cargada con bala, tomaron a este individuo por un loco o por un borracho y le permitieron que continuara su camino. Cuando se marchó, el señor D... se retiró del balcón a donde le había seguido en cuanto me apoderé de la preciosa epístola. Pocos momentos después le díje adios. El pretendido loco era un hombre pagado por mí.
-Pero, ¿qué se proponía usted hacer, pregunté a mi amigo, reemplazando la carta con otra falsificada? ¿Por qué no se apoderó usted de ella en su primera visita sin otras precauciones?
-El señor D... -respondió Dupin-, es capaz de todo, y además, es un hombre fornido. Por otra parte, tiene en su hotel servidores completamente entregados a su causa. Sí hubiera puesto en práctica la extravagante tentativa de que me ha hablado usted, no hubiera salido vivo de su casa y el buen pueblo de París no hubiera vuelto a oir hablar de mi persona. Ahora bien, aparte de esas consideraciones, tenía un objeto particular. Ya conoce usted mis simpatías políticas, y en este asunto he procedido como un partidario de la dama en cuestión, que desde hace dieciocho meses estaba en poder del ministro; pero ahora han cambiado los papeles, y como ignora que la carta ha desaparecido de su casa, querrá continuar imponiéndose. Es casi seguro que del primer golpe consume su ruina política. Su caída será tan precipitada como ridícula. Se habla bastante descuidadamente del facilis descensus Averni; pero en asunto de subidas, se puede decir lo que la Catalina decía del canto: es más fácil subir que bajar. El señor D... es el verdadero monstrum horrendum, un hombre de genio sin principios. No obstante, le confieso que no me disgustaría conocer sus pensamientos cuando, desafiado por el personaje que el prefecto llamaba una cierta persona, se vea obligado a abrir la carta que he dejado para él en su tarjetero.
-¡Cómo! ¿Ha escrito usted algo en la falsa epístola?
-¡Naturalmente! No me ha parecido conveniente dejar el interior de la carta en blanco. Eso me hubiera parecido un insulto. Cierta vez, en Viena, el señor D... me jugó una mala pasada y le dije con la sonrisa en los labios que se acordaría de ello. Así, pues, como estaba seguro de que sentiría cierta curiosidad por saber quién era la persona que le había cambiado la carta, pensé que verdaderamente sería lastimoso el no dejarle algún indicio. El ministro conoce muy bien los rasgos de mí letra, y en medio de la epístola he copiado estos versos:

El corazón delator
Es cierto, si, que soy un hombre nervioso, terriblemente nervioso, lo he sido desde siempre; pero, ¿por qué pensais que estoy loco? La enfermedad ha afilado mis sentidos, no los ha destruido ni los ha embotado. Más que los restantes, tenía el sentido del oído muy fino. He oído todas las cosas del cielo y de la tierra. He oído muchas cosas del infiemo. ¿Cómo, pues, puedo estar loco? ¡Cuidado! Y observad con qué salud con qué calma puedo narrar toda esta historia.
Me es imposible decir cómo entró la idea primitivamente en mi cerebro: pero, una vez concebida, me preocupó día y noche. Motivo no lo había. La pasión no entraba en ello para nada. Yo amaba al buen viejo. No me había causado nunca daño. No me había insultado jamás. No tenía ninguna envidia de su dinero. ¡Yo creo que era su ojo! ¡Sí, eso era! Uno de sus ojos parecía el de un buitre, un ojo azul pálido, con una nube. Cada vez que ese ojo me miraba, se me helaba la sangre; y así, lentamente, me metí en la cabeza arrancarle la vida al viejo y librarme de ese modo de aquel maldito ojo para siempre.
¡Sí, pero ahí está el quid de la cuestión! Ustedes me creen loco. Los locos no saben nada de nada. ¡Pero si me hubiesen visto! ¡Si hubiesen visto con qué prudencia procedía!, ¡con qué precaución!, ¡con qué previsión!, ¡con qué disimulo empecé a trabajar! Nunca fui tan querido por el viejo como durante la semana que precedió a su muerte. Y cada noche, hacia las doce, daba vuelta al pestillo de su puerta, y la abría -¡oh, pero tan suavemente!...-. Y, entonces, cuando la había entreabierto lo bastante para mi cabeza, introducía una lintema sorda. cerrada, bien cerrada, que no dejara filtrar ninguna luz; y pasaba mi cabeza. ¡Oh, se hubiesen reído al ver con qué destreza la pasaba! La movía lentamente -muy lentamente-. procurando no turbar el sueño del anciano. Necesitaba una hora para introducir toda mi cabeza a través de la abertura hacia dentro para verle acostado en su cama. ¿Ah, un loco hubiese sido tan prudente? Y entonces, cuando mi cabeza estaba en la habitación, abría con precaución la linterna porque la bisagra chirriaba. La abría justo lo bastante para que un hilo imperceptible de luz cayera sobre el ojo del buitre. Y eso lo hice durante siete largas noches -cada noche, a las doce en punto-; pero siempre en contré el ojo cerrado; y por eso me fue imposible cumplir mi tarea; porque no era el anciano lo que me vejaba sino su Maldito ojo. Y cada día, cuando amanecía, entraba audazmente en su habitación, le hablaba confiadamente, llamándole por su nombre, en un tono cordial e informándome de cómo había pasado la noche. Así, pues, ya ven ustedes que hubiese sido un anciano muy raro si hubiese sospechado que cada día, a la medianoche en punto, yo le miraba mientras dormía.
Al llegar la octava noche, abrí la puerta con más precaución todavía. La minutera de mi reloj giraba más aprisa que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido toda la extensión de mis facultades, de mi sagacidad. Podía apenas contener mis sensaciones de triunfo. ¡Pensar que yo estaba allí, abriendo la puerta, poco a poco, y que él ni siquiera soñaba en mis acciones o en mis pensamientos secretos! Pensando en eso, dejé escapar una risita; que quizá oyó; porque súbitamente se movió en su cama, como si se despertara.
Acaso, ustedes, creerán que entonces me marché. Pues no. La habitación estaba tan oscura como un túnel, tan densas eran las tinieblas -porque los postigos estaban cuidadosamente cerrados, por miedo a los ladrones-, y sabiendo que no podía ver la puerta entornada, yo seguía abriéndola más, cada vez mas. Había asomado mi cabeza, y estaba a punto de encender la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre de hojalata, y cl viejo se incorporó en su cama. gritando: «¿Quién va?» Me quedé completamente inmóvil y no dije nada. Durante una hora entera, no moví ni un músculo, y durante todo ese rato no oí que se volviera a acostar. Permanecía sentado, escuchando; lo mismo que yo había hecho durante noches enteras, escuchando la carcoma de la pared.
Mas he aquí que oi un gemido débil..., y reconocí que era el gemido de un terror mortal. No era un gemido de dolor o de pena, era el ruido sordo y apagado que se eleva del fondo de un alma sobrecargada de pavor. Conocía bien ese ruido. Muchos días, a medianoche, mientras todo dormía, había brotado de mi propio seno, ahondando con su terrible eco los terrores que me torturaban.
Sabía perfectamente lo que experimentaba el anciano, y tenía compasión de él, aunque tuviese la risa en el corazón. Sabía que se había quedado despierto después del primer ruido, cuando se había movido en la cama. Su temor se había acrecentado. Trataba de persuadirse de que no obedecía a causa alguna; pero no lo había logrado. Se había dicho a si mismo:
«No es nada; el viento en la chimenea; un ratón que corría por el suelo; o, simplemente, un grillo que ha lanzado su chirrido».
Sí, trató de darse ánimos con esas hipótesis; pero todo fue en vano. Todo fue en vano porque la Muerte que venía había pasado ante él con su gran sombra negra y había envuelto con ella a su víctima. Y era la influencia fúnebre de la inadvertida sombra la que le hacia sentir -aunque no viese ni oyese nada- la presencia de mi cabeza en la habitación.
¡Tras un largo rato, muy pacientemente, sin oir que volviera a acostarse, me decidí a entreabrir un poco la linterna, pero tan poco, tan poco como casi nada. La abrí, pues -furtivamente, tan furtivamente, que no se lo pueden imaginar-, hasta que, por fin, un solo rayo de luz. pálido, como un hilo de araña, brotó de la rendija y se abatió sobre el ojo de buitre. Estaba abierto -abierto del todo- y entré en furor así que lo hube mirado. Lo vi con perfecta claridad, enteramente de un azul descolorido y recubierto por un velo horroroso que heló hasta la médula de mis huesos; mas no podía ver sino eso de la cara o de la persona del anciano; porque yo había dirigido la luz, como por instinto, precisamente al lugar maldito.
Y entonces, ¿no les he dicho que lo que tomaban por locura no era sino un aguzamiento de los sentidos? Entonces, digo, un ruido sordo, apagado, frecuente, llegó a mis oidos, parecido al que hace un reloj envuelto en algodones. A ese sonido también lo reconocí. Era la palpitación del corazón del anciano. Acrecentó mi furor, como el redoble del tambor exalta el valor del soldado.
Pero me contuve todavía, y permanecí quieto. Me apliqué en mantener el rayo de luz directamente sobre el ojo. Al mismo tiempo, la carga infernal del corazón batía más fuerte; se hacía más precipitada, y, a cada instante, más ruidosa. ¡El terror del anciano debía ser extremado! Ese latido, digo, se hacía más y más fuerte por momentos. ¿Me siguen ustedes bien? Ya he dicho que era nervioso; lo soy, en efecto. Y entonces, en el pleno centro de la noche, en el terrible silencio de aquella vieja casa, un ruido tan extraño me hizo experimentar un terror irresistible. Durante algunos minutos más me contuve, permanecí quieto. ¡Pero el latido se hacía cada vez más fuerte, siempre más fuerte! Creía que aquel corazón iba a reventar.
Y he aquí que otra nueva angustia se apoderó de mí: ¡El ruido podía oírlo un vecino! ¡Había llegado la hora del anciano!
Con un agudo grito, abrí bruscamente la lintema y me metí dentro de la habitación. Él no profirió sino un grito, uno solo. En un instante le precipité al suelo, y volqué sobre él todo el peso aplastante de la cama. Entonces sonrei satisfecho, viendo mi tarea muy adelantada. Pero durante algunos minutos, el corazón latía con un sonido velado. Ello no me preocupó; no se le podía oir a través de la pared. Al rato, cesó. El viejo había muerto. Levanté la cama y examiné el cuerpo. Si, estaba rígido, con la rigidez propia de la muerte. Puse mi mano sobre su corazón, y la mantuve así varios minutos. Ninguna pulsación. Estaba rígido. Su ojo, ya nunca me atormentaría.
Si persisten en creerme loco, esa creencia se desvanecerá cuando describa las prudentes precauciones que empleé para deshacerme del cadáver. Avanzaba la noche, y yo trabajaba vivamente, pero en silencio. Corté la cabeza, luego los brazos, luego las piernas. Después arranqué tres losas del suelo de la habitación y lo deposité todo entre las sillas. Luego volví a colocar las losas tan diestramente, que ningún ojo humano -¡ni el suyo¡- hubiese podido descubrir nada sospechoso. No había nada que lavar -ni una sola mancha-, ni una mancha de sangre. Había tomado bien mis precauciones. Una gruesa bayeta lo había absorbido todo. Cuando hube terminado todo ese trabajo eran las cuatro y estaba tan oscuro como a medianoche. Fue en ese momento cuando llamaron a la puerta de la calle. Bajé para abrir, con el corazón alegre porque, ¿qué tenía que temer?
Entraron tres hombres que se presentaron, con perfecta educación, como oficiales de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche que despertó sus sospechas de algo malo; había hecho una denuncia a la policía, y esos oficiales fueron enviados para comprobarla. Yo sonreí, porque, ¿qué tenía que temer?
-El grito que se ha oído dije- lo di yo soñando. El anciano -añadí- está de viaje.
Paseé a mis visitantes por toda la casa. Les invité a buscar, a que buscaran bien. Por fin, les conduje a su habitación. Les enseñé sus tesoros, perfectamente guardados y en orden. Con el entusiasmo de mi confianza, señalé las sillas de la habitación y les rogué que descansaran de su trabajo, mientras yo, con la audacia de un triunfo perfecto, instalé mi propia silla en el mismo lugar que sepultaba el cuerpo de la víctima.
Los policías estaban satisfechos. Mi tranquilidad les había convencido. Me sentía contento. Se sentaron, y me hablaron de temas familiares a los que respondí serenamente. ¡ Al cabo de poco rato, sentí que me tornaba pálido, y deseé que se fueran. La cabeza me dolía, y me parecía que mis oídos campanilleaban. El campanilleo se hizo más perceptible. Persistió, y se hizo más perceptible aún; charlé con más énfasis para liberarme de aquella sensación; pero ésta se mantuvo y tomó un carácter absolutamente decidido, tanto, que, finalmente. descubrí que el ruido no procedía precisamente de mis oídos.
Sin duda. debí palidecer bruscamente: pero seguía hablando normalmente y levantando la voz.
El sonido seguía aumentando: y, ¿qué podía hacer? Era un ruido sordo, apagado, frecuente, muy parecido al que haría un reloj envuelto en algodón. Yo respiraba trabajosamente. Los policías no oían todavía. Hablé más aprisa -con más vehemencia-; pero el ruido crecía incesantemente.
Me levanté y discutí acerca de tonterías, en un tono de voz muy elevado; pero el miedo crecía, seguía creciendo...
¿Por qué no querían marcharse? Anduve de un lado a otro pesadamente y con grandes pasos, como exasperado por las observaciones de mis contradictores; pero el ruido crecía regularmente. ¡Dios mío! ¿Qué hacer?
Moví la silla en la que me había sentado y produje con ella ruidos; pero el otro ruido seguía dominando, y crecía indefinidamente. ¡Se hacía más fuerte!, ¡más fuerte!, ¡cada vez más fuerte! Y los hombres seguían hablando, bromeando y sonriendo.
¿Pero era posible que no lo oyeran? ¡Dios del cielo! ¡No, no!
¡Escuchaban! -¡sospechaban!-. Sabían, ¡se divertían con mi terror! Así lo creí lo creo aún. ¡Pero cualquier cosa hubiese sido más tolerable que aquello! ¡No podía soportar aquellas sonrisas hipócritas! ¡Sentía que era necesario gritar o morir! Y aún ahora, ¿lo oyen?, ¡más!, ¡más alto!, ¡cada vez más alto!, ¡cada vez más alto!
-¡Miserables! -exclamé-. ¡No sigan disimulando! ¡Voy a confesar! ¡Levanten esas losas! ¡Aquí! ¡Aquí está! ¡Es el latido de su horripilante corazón!

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